La idea de ir de vacaciones a Tenerife
surgió de repente, tal y como surgen las buenas ideas. A veces creo que tenemos
que dejarnos llevar por nuestras corazonadas, no ser tan previsibles ni
metódicos, esto nos saca de la rutina y al mismo tiempo nos da confianza en
nosotros mismos.
Una vez confirmado el viaje, me dispuse a
preparar las rutas para conocer la isla, tenía claro que había que hacer una
visita obligada a las Cañadas del Teide, si bien no tenía previsto subir a la
cumbre por la época del año y la falta de tiempo, y los demás días dedicarlos a
hacer senderismo, una de mis mayores aficiones. Descarté de antemano las típicas visitas turísticas que nos
recomendaron en la agencia y busqué información por mi cuenta; primero sobre
bonitas poblaciones para visitar y después los mejores paisajes naturales para
recorrer. De esta manera en la planificación incluí; un día para hacer el
barranco de Masca, con regreso en barco hasta la localidad más cercana, otra jornada
para recorrer la región de Anaga, el tercer día quería adentrarme en los bosques
del valle de la Orotova y dos días libres para improvisar.
Tras cumplir con los planes previstos el
viaje ha resultado ser inolvidable. En primer lugar ver el majestuoso Teide
impresiona, erguido cual titan vigilante sobre los insignificantes mortales. Recorrer
sus Cañadas nos adentra en un terreno espectacular y curioso, los
contrastes de los diferentes tonos marrones que proporcionan la presencia de
las piedras, de la lava y de las rocas, se mezclan con los delicados colores de
la escasa vegetación, transmitiendo una sensación de serenidad pero al mismo
tiempo de rigidez y sobriedad.
Dejando a nuestra izquierda el Teide, nos
dirigimos a Masca, para hacer esta ruta hay que preparar antes la
logística de la excursión, pues sabemos de antemano por lo que hemos leído en internet que la carretera para llegar hasta allí es una de las más
impresionantes que se conocen en España en cuanto al ancho se refiere y
al número de curvas, por ello, planeamos dejar el coche en Santiago del Teide,
llegar a Masca en la línea de autobús que recorre la isla, hacer el descenso
del barranco hasta la playa donde el barco nos recoge para llevarnos a Los
Gigantes y una vez allí, volver a coger el autobús para Santiago del Teide donde tenemos el coche. A pesar de la complejidad del plan, mereció la pena ver
un pueblo tan peculiar como Masca, primero por su ubicación, da vértigo
descender por la sinuosa carretera por la que se accede y segundo por el
entorno que lo rodea; pequeñas terrazas de cultivo se escurren por las laderas hasta las profundidades del barranco, palmeras, piteras, paleras y otro tipo de vegetación de porte bajo aportan un colorido singular y junto a la orografía tenemos una postal digna de fotografiar. El descenso por el
barranco es una prueba de resistencia para los que no practicamos deporte con
regularidad, pero el premio para el que llega hasta el final merece la pena, una playa
virgen con aguas cristalinas y un pequeño muelle que nos permite acceder al
barco que nos recoge y nos lleva a Los Gigantes en un precioso paseo donde la
brisa marina nos refresca la piel calentada por el abrasador sol que nos ha
acompañado en todo el recorrido.
Buscando otros paisajes diferentes y
característicos nos adentramos en el parque rural de Anaga, nuestras caras
reflejaban el estupor que nos ocasionó encontrar tal cantidad de vegetación y con
un verdor tan intenso en un lugar como este. Inundado por la niebla, la
carretera parece un camino fantasmagórico que conduce hacia algún país dentro
un cuento de terror, pero en realidad nos dirige hacia pequeños núcleos de
población esparcidos en el paisaje y vigilados por el mar que se coloca a ambos
lados.
Elegimos parar en Benijo, el último pueblo
al que llega la carretera asfaltada, simplemente queríamos deleitar todos nuestros sentidos;
la vista, contemplando con detenimiento toda la grandiosidad del océano y las
verdes montañas que vertiginosamente se acercan a tocarlo, el olfato, por el que se
adentra el olor a mar y a tierra humilde, el oído, cuando el viento sopla y el oleaje rompe con fuerza en la playa, el tacto, en la caricia de las olas y de la
suave arena que mulle bajo nuestros pies, por último, el gusto, recompensando el
cansancio con una comida que nos sirvieron en un pequeño restaurante donde las
mesas se sitúan en una terraza desde la que se divisa una de las playas más
bonitas que he visto en mi vida, todo ello unido a la amabilidad de las
personas que nos atendieron nos dejó muy buen sabor de boca.
Desde el hotel se divisaba el valle de la
Orotova, una preciosa postal donde la arquitectura convive en armonía con la
vegetación y el infinito mar al otro lado culmina la estampa, pero desde el primer momento sentí la
necesidad de acercarme y adentrarme por esos bosques, no me conformaba con contemplarlo
de lejos. Si no me sumerjo en el paisaje siento que me falta algo, que el viaje
se ha quedado incompleto, por ello, dediqué una mañana a hacer una preciosa ruta
por donde transcurre una fosilizada canalización ya perdida que los guanches habían construido para recoger el agua de la montaña, pero otra vez la niebla
hace acto de presencia dando el aspecto sobrecogedor que ya habíamos visto
antes, ¡me encanta!.
En el recorrido a otros puntos de la isla pude hacerme una idea general de como es el día a día de los lugareños,
pero lo mejor de todo fue charlar con ellos, he conocido sus inquietudes,
sus preferencias, sus limitaciones y sobretodo su humildad.