- Observo las fotos tomadas en el último viaje familiar y me regocijo viendo las caras de felicidad que mostramos todos y los lugares tan bonitos que aparecen, me siento dichosa por haber estado ahí, haberlo visto con mis propios ojos y, por supuesto, haber compartido esos momentos, sin embargo, detrás de esos gestos y esas poses hay otras circunstancias que también nos han acompañado en esa semana de vacaciones, pero no se muestran en las imágenes. Se trata de ratos de tensión puntuales que emergen todos los días en varias ocasiones por diferentes motivos y que generan una atmósfera espesa de convivencia que hace desear no estar ahí. En esos instantes pasajeros te arrepientes del tiempo y el dinero invertidos en esa aventura, son minutos de decepción en el lugar con el que llevabas mucho tiempo soñando, ahora estás ahí pero se pierde todo el encanto cuando la discusión entre nosotros se manifiesta por decidir el sitio en el que se va a parar a comer, por elegir el tipo de comida; unos queremos comida tradicional y otros comida europea, por equivocarnos al tomar una carretera si no se ha sabio interpretar la ruta del GPS y hay que retroceder, por mal interpretar el plano de la ciudad para llegar a determinado lugar y hay que volver a revisar el recorrido, por la convivencia en la misma habitación del hotel, por los imprevistos que surgen y que alteran los planes, como puede ser la avería del coche, o simplemente porque nuestras hijas adolescentes prefieren estar con sus amigos y no con sus padres, para ellas aburridos y pesados. En definitiva, mi experiencia me dice que un viaje de vacaciones te aporta descanso de las tareas domésticas, cansancio físico si intentas ver muchas cosas en poco tiempo, nervios ante imprevistos que te obligan a salir de la zona de confort, tensión en una convivencia forzada que nos descubre aspectos de los otros que durante el resto del año están ocultos por la actividad cotidiana y la separación física dentro del propio hogar, ya que en el día a día al finalizar la jornada cada uno de nosotros elige su estancia para disfrutar de sus momentos de descanso e intimidad y apenas coincidimos unos minutos, bien a la hora de la comida o de la cena, pero a veces ni eso.
Un viaje pone a prueba nuestra paciencia, en esos días afloran en nosotros gestos y formas de comportamiento desconocidos, latentes, que nos irritan y desconciertan, elevamos el tono de voz en un intento de querer tener la razón, de salirnos con la nuestra, de querer desahogarnos, simplemente por impotencia, pero una y otra vez tenemos que recapacitar y regresar al estado de prudencia y sensatez para volver a disfrutar de esa bonita aventura y quedarnos siempre con los mejores recuerdos, pero eso sí, aprendiendo de los errores.

