Cada libro de Benito Pérez Galdós es para mi una lección de vida, detrás de sus historias encuentro un aprendizaje psicológico y espiritual que va más allá del simple entretenimiento del argumento. Percibo un trasfondo de plena consciencia y una gran dosis de intuición. Es la Sabiduría e Inspiración de los grandes Maestros espirituales expresada a través de la novela. Una forma sencilla de comunicarse humildemente con la Humanidad y de dejar huella sin alardes de protagonismo.
Me hubiera gustado conocerlo, haber podido asistir a alguna de sus ponencias, me habría conformado con escucharle, con admirar su forma de desenvolverse en la compleja sociedad que le tocó vivir. En este momento lo visualizo y lo percibo como un hombre alto, ni delgado, ni con sobrepeso, elegante sin sobriedad, serio, atento, callado.
Me imagino que estoy en un evento en el que él es un ponente y al finalizar su intervención me dirijo en su busca para conocerlo, lo encuentro rodeado de personajes de conducta y vestimenta intachable, pero él en su discreción destaca por encima de todos y me mira y me sonríe tímidamente, después sin prisa, se marcha solo. Hasta ahí llega mi sueño, lamentablemente no me veo entablando una conversación con un personaje tan grande, aunque me encantaría poder hacerlo, pero por lo poco que he leído de su biografía sé que era una persona muy reservada, no era amigo de los eventos sociales, ni de adulaciones y prefería pasar desapercibido entre la gente.
A modo de pequeño homenaje quiero dejar constancia de una descripción que aparece en el capítulo X de Trafalgar sobre la nacionalidad y que cambió totalmente mi percepción sobre este concepto, el cual, antes de leer estas líneas para mí era simple vaguedad.
A modo de pequeño homenaje quiero dejar constancia de una descripción que aparece en el capítulo X de Trafalgar sobre la nacionalidad y que cambió totalmente mi percepción sobre este concepto, el cual, antes de leer estas líneas para mí era simple vaguedad.
....la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu, iluminándolo y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche, y saca de la obscuridad un hermoso paisaje. Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un ataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos para defender la patria, es decir, el terreno en que ponían sus plantas, el surco regado con su sudor, la casa donde vivían sus ancianos padres, el huerto donde jugaban sus hijos, la colonia descubierta y conquistada por sus ascendientes, el puerto donde amarraban su embarcación fatigada del largo viaje; el almacén donde depositaban sus riquezas; la iglesia, sarcófago de sus mayores, habitáculo de sus santos y arca de sus creencias; la plaza, recinto de sus alegres pasatiempos; el hogar doméstico, cuyos antiguos muebles, transmitidos de generación en generación, parecen el símbolo de la perpetuidad de las naciones; la cocina, en cuyas paredes ahumadas parece que no se extingue nunca el eco de los cuentos con que las abuelas amansan la travesura e inquietud de los nietos; la calle, donde se ven desfilar caras amigas; el campo, el mar, el cielo; todo cuanto desde el nacer se asocia a nuestra existencia, desde el pesebre de un animal querido hasta el trono de reyes patriarcales; todos los objetos en que vive prolongándose nuestra alma, como si el propio cuerpo no le bastara.
